Fotografiar con los ojos cerrados es una experiencia que se vive hacia fuera. Es traer a la luz imágenes que están en nuestro interior. Algunas caen de nuestras desolladuras y encuentran su camino filtrándose
por el ojo de la cámara, provocando un choque fulminante con lo que viene a nuestro encuentro: la realidad del mundo. En este caso el acto fotográfico se da en ese umbral o zona de contacto entre la vida y el pensamiento.
«Once de marzo» recoge el estado anímico de un escenario marcado por los trágicos atentados terroristas ocurridos el 11 de marzo de 2004 en Madrid. Eduardo Nave decide viajar el día exacto, a la misma hora, utilizando las líneas de los trenes afectados por las explosiones. Un suceso que trata de contarse así mismo atravesando el tiempo y el espacio con el fin de elaborar su propio duelo.
Realizado a lo largo de cuatro años (2010-2013), su recorrido se detiene en la estación de Atocha, la estación de Santa Eugenia, la estación de El Pozo y en la calle Téllez. Regresa a esos lugares para verlos de nuevo y hacerlos hablar, pero sobre todo, hacernos mirar. Donde la huella está al borde de la desaparición él trata de sentir, «vuelto corteza, piel inmediata», lo que otros vivieron allí.
El historiador y ensayista francés George Didi-Huberman se pregunta
si acaso no es necesario traspasar esa dermis histórica para llegar hasta los seres ausentes, dolerse del otro al que ya no se puede tocar. Muy en sintonía con su pensamiento, Nave trata de disolver esa línea del tiempo a través de la fotografía y cuestiona el modo de representar el horror; nos hace contemplar un lugar portador de calma y silencio. Sin embargo invierte el valor sosegado atribuido a un bello paisaje cuando lo relaciona con un fatídico suceso. Su obra nos devuelve una imagen muda y herida. Nos convoca a mirar como un arqueólogo.
Y es así que las personas y las cosas comienzan a mirarnos desde sus tiempos idos. Están allí. En cada detalle, en el banco de un andén, en las escaleras mecánicas, en las farolas, en las vías de tren, en las aceras, o en un reloj de estación. Nos hablan, precisamente en la medida en la que sobreviven y permanecen.
Mireia A. Puigventós
